María Eugenia Cerutti, Con toda la muerte en el aire, SED, 2021

“Durante los festejos de carnaval un sacerdote que camina cerca de la estación de Hurlingam encuentra un paquete. Al abrirlo descubre el torso desnudo de una mujer. En la localidad de Martín Coronado aparecen dos piernas envueltas en papel madera. Veinticuatro horas más tarde, Prefectura rescata un canasto de alambre que flota en el Riachuelo. Adentro viajan un cráneo, dos brazos y parte de un muslo.

Es febrero de 1955. Faltan cuatro meses para que los aviones de la Armada bombardeen Plaza de Mayo y siete para que los militares derroquen a Perón. En Buenos Aires se respira un clima de agitación y violencia política. En la morgue judicial de la calle Viamonte, sobre una camilla de acero, los médicos forenses reconstruyen el cuerpo de la mujer como si fuera un rompecabezas. Los investigadores tienen dos pistas: una marca en la dentadura y una cicatriz de una operación en el pecho. Recorren clínicas, hospitales y consultorios. En el Argerich encuentran una ficha médica con un nombre y una dirección: Alcira Methyger. Montes de Oca 1408.”

Con esas palabras Sebastián Ortega describe el proyecto del laboratorio de periodismo performático de Revista Anfibia y Casa Sofía creado y dirigido por la fotógrafa María Eugenia Cerutti y el periodista y escritor Alejandro Marinelli titulado, Con toda la muerte en el aire. El asesinato de Alcira Methyger a manos de Jorge Burgos en 1955, llevó a María Eugania Cerutti a trabajar en el archivo fotográfico de un caso de crimen con múltiples complejidades, agregando a esa investigación sus propias imágenes del caso. Sed editorial publica la obra de investigación en un formato de gran sutileza e inteligencia gráfica.

PUNTO DE FUGA habló con María Eugenia, con el editor Martín Bollati y con el diseñador del libro Ricardo Baez de todo el proceso editorial que surgió a partir de esta investigación.

Entrevista:

P.D.F.: ¿Cuál fue el detonante del proyecto para cada uno, en su fase inicial?

M.E.C: Entré al Museo de la Policía Federal por primera vez hace seis años, junto con la historiadora Lila Caimari. Desde el Ministerio de Seguridad de la Nación le habían pedido que hiciera una propuesta que posibilitara repensar el Museo de la Policía Federal. El eje de la actualización estaba puesto sobre todo en la sala de criminalística. En eso estaba ella cuando fui a su casa a hacerle fotos para una entrevista para el diario Clarín, y conversando me contó sobre ese proyecto. Me ofrecí en seguida a hacer un registro fotográfico antes de que el Museo fuera modificado. El plan inicial era ese: hacer el registro antes de que cualquier pieza de ese gran rompecabezas fuese cambiada. Crear un inventario del lugar fue la mejor excusa que encontré para sumergirme en ese espacio al que no hubiera podido entrar de otra manera con una cámara de fotos.

El Museo tiene dos pisos. En el primero se exponen maniquíes con uniformes de todas las épocas y se ve la evolución de la criminalística con episodios como la historia de Juan Vucetich y el descubrimiento de la huella digital para el reconocimiento de delincuentes, entre otras cosas. Al subir al segundo piso y atravesar varias salas más, se llega a la sala de criminalística. Allí conviven casos policiales que tuvieron gran impacto social y que fueron resueltos por la fuerza: réplicas de cuerpos descuartizados, informes forenses, fotos periciales, objetos del crimen, todo está a la vista. Las réplicas de los cuerpos de las víctimas son a tamaño natural y cubren varias paredes. Hay vitrinas con cuchillos, escopetas y otros objetos que fueron utilizados los victimarios para cometer el asesinato. El espacio del museo es frío y húmedo, encerrado, tiene cortinas pesadas que no dejan pasar la luz, no se oye nada del caos de tránsito a pesar de estar a media cuadra de Corrientes y San Martín. Es un “escenario” que te transporta a otra época y no porque esté pensado para generar eso, sino porque quedó olvidado en el tiempo.  

Fui varias veces a hacer el registro de las salas y de cada objeto, cada puesta en escena, cada imagen convertida en objeto me generaba curiosidad. El relato construido y expuesto de esa forma estaba tan cargado de sentido que, aunque había terminado mi trabajo, quedé atrapada ahí dentro por mucho tiempo. Durante un largo período no supe qué hacer con esas fotos. El registro estaba hecho, pero sentía que había algo más. No sabía qué podría ser. No veía la punta del ovillo.

Un par de años después, volviendo a ver todas las fotos que había hecho en esas visitas al Museo, me puse a ver las piezas que más me impactaron la primera vez. Así volví a ver las fotos del caso Methyger-Burgos. En un fichero de metal amurado a la pared con el expediente de la historia que se puede pasar, hoja por hoja, para conocer el caso. Es un texto policial/pericial bastante completo, que muestra, además muchas imágenes. Me puse enseguida a investigar el caso. Todo me interesaba.

En febrero de 1955, Argentina se conmovió con el descuartizamiento de Alcira Methyger a manos de su pareja, Jorge Burgos. Las ocho partes en que había cortado su cuerpo fueron arrojadas por el asesino en tres lugares de la Capital y del conurbano. Burgos recorrió 60 kilómetros en transporte público durante tres días para deshacerse del cuerpo de Alcira. Él era el hijo de una familia de clase media de Barracas y ella una joven llegada del interior que trabajaba como empleada doméstica en su casa. El romance duró todo el peronismo, de 1945 a 1955.

Del caso se encuentra bastante material en internet. Fue un caso que provocó mucha conmoción. Incluso el escritor Álvaro Abós publicó  Restos Humanos, un libro que relata la historia y la pone en contexto con los avatares sociales y políticos de comienzos de 1955, ese año que vio crecer el huevo de la serpiente de la mal llamada Revolución Libertadora. Un contexto de violencia política que terminó con el derrocamiento de Perón y la primera desaparición, la del cadáver de Evita, otra mujer, otro ensañamiento.

Durante mis visitas al Museo, recuerdo haber mirado un largo rato la foto de Jorge Burgos que estaba en el fichero. Una cinta negra ocultaba sus ojos. Al lado, la foto de los restos de Alcira en la camilla de la morgue. El asesino protegido, la víctima nuevamente violentada, expuesta. Ninguna otra foto, en ningún otro caso, tenía la cara del asesino preservada. Pregunté por qué estaba así, quién lo había hecho, nadie tenía una respuesta. Esperé a quedar sola en la sala y tiré suavemente de la cinta que tapaba sus ojos, despegué una parte, apareció un ojo. Me miró. A la derecha del fichero metálico estaba, en una gran vitrina, la réplica en yeso de los restos físicos de Alcira. Como un rompecabezas a medio armar, se podía ver el cuerpo de Alcira después de que Burgos la matara, descuartizara y la desparramara por Soldati, Pablo Podestá y el Riachuelo.

 En la sala de criminalística la mayoría de los casos que están expuestos son asesinatos de hombres vinculados a alguna estafa económica. También están los niños víctimas de El Petiso Orejudo. Sólo tres son casos de mujeres y los tres son asesinatos agravados por el vínculo amoroso. Lo que antes llamaban “crímenes pasionales” y que hoy, despojados de los eufemismos, se denominan feminicidios.

Mirar ese espacio con perspectiva de género me hizo encontrar la clave de mi proyecto. En ese recorte espacio-temporal las mujeres que mueren en forma violenta sólo lo hacen en manos de sus parejas. Esas muertes me resonaron tan actuales que elegí el caso Methyger-Burgos para indagar sus implicancias sociales de este caso a través de una mirada estética, poética y contemporánea. Las imágenes forenses hoy están más vivas que nunca, su contemporaneidad y la historia me hicieron encontrar la punta del ovillo. 

Así nació Con toda la muerte al aire.

P.D.F: ¿En qué consistió Con toda la muerte al aire? Sé que aparece bajo el formato de un libro, pero ¿cuáles fueron los primeros formatos que tuvo esa investigación?

M.E.C.: El proyecto Con toda la muerte al aire, tiene tres formatos: empezó para ser expuesto en formato de muestra como Siluetas y Lazos en la Bienal de Fotografía de Tucumán en ARDE Festival de Feminismos. La exposición asociaba las imágenes del Museo de la Policía Federal, las del AGN y las que hice en los escenarios del crimen. Durante el Laboratorio de Periodismo performático que realicé con la curaduría de Revista Anfibia y Casa Sofía, desarrollé junto al periodista Alejandro Marinelli una instalación performática in situ. La muestra fue estrenada en 2018. Fueron cinco funciones en el Espacio Proa 21. La última se hizo en 2019 en el marco de la Bienal de Performance. El tercer formato es el libro.

En esas tres etapas Con toda la muerte al aire buscó construir una narrativa visual que pusiera en relación esas fotos con materiales de archivos de medios gráficos e institucionales, no para pensar un caso alejado en la historia, sino para mirar sus reverberaciones y repercusiones en los contextos contemporáneos. Para pensar los feminicidios en la historia, usando una narrativa histórica como punto de partida para tensionar el presente.

P.D.F.: ¿Y de dónde surgió ese título?

M.E.C.: El nombre del proyecto remite al cuento “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh.

P.D.F.: ¿Qué explica la necesidad de sacar un libro sobre el tema?

M.B.: Mi interés en el libro comienza al ver por primera vez parte de este proyecto expuesto en la galería Alimentación General en Buenos Aires. María Eugenia había participado en unas clínicas de seguimiento de proyecto junto a Agustina Triquell, editora en Asunción Editora, y ese evento en la galería servía para compartir los procesos de los proyectos de las personas que participaban de aquel grupo.

Me impactaron más que nada las imágenes intervenidas por la autora. En ellas, las imágenes de archivo del cuerpo de la víctima del caso, Alcira Methyger, estaban cubiertas de blanco. Me sorprendió el ver como algo tan sencillo, como pintar de blanco una foto de archivo, podía cargar con tanta potencia política hacia atrás y hacia adelante una imagen. Porque ese gesto no era solamente tapar, sino que daba derecho a replica a un cuerpo y un sujeto ausentes por una violencia sistémica. Luego conversé con María Eugenia, a quien tenía ya la fortuna de conocer por compartir otro proyecto pedagógico, y me contó la contra cara de su gesto de pintar.

Como ya lo ha comentado previamente María Eugenia, en su primer contacto con el material, en el Museo de la Policía Federal donde había una sala entera dedicada al caso, le sorprendió encontrar censurada, o mejor dicho, protegida, la imagen del asesino, y expuesto al escrutinio museístico, el cuerpo de la víctima, una mujer.

La violencia a veces parece no terminar nunca. Por eso, aquel sencillo gesto, y por eso tan poderoso de ella para cubrir ese cuerpo, me interesó y mucho. La réplica siempre tiene derecho de volver. Hace poco escuché una frase de Guillermo Vilas, un tenista, que me parece adecuada para describir parte de lo que percibí en este caso: la historia no la escriben los que ganan, la historia la escribe el tiempo. Y aquí, setenta años después de que ese cuerpo fuera un cuerpo público y mutilado, él mismo volvía con la mirada cuidadosa de María Eugenia para reclamarse y de alguna manera luchar por ser visto.

Creo que esa noche o un par de días después de haber visto el proyecto le propuse publicar. Insisto, no solo me convocó la fuerza del trabajo, sino la fortuna de conocer a María Eugenia y su profesionalismo, su vocación y valentía para con respecto a la imagen. Siempre admiré cómo, en su trayectoria extensa, nunca se ha quedado quieta y se somete a la deriva de lo desconocido. De una manera, ella me parece mucho más experimental que otros fotógrafos mas contemporáneos y jóvenes que a veces no hacen mas que juegos con la imagen. María Eugenia se atreve a romper con su propio canon, con el de la fotografía documental y lo hace con un vector valiente. En esa  misma proporción me interesó el material, la historia detrás de el (la personal de María Eugenia y la del caso) y la oportunidad de trabajar con ella.

P.D.F.: Me gustaría que hablaran del inicio de la serie fotográfica y cómo tomó sentido para todos, para el que hace las fotos y el que las recibe con la intención de hacer algo más.

M.E.C.: El mundo de las imágenes puede ser bello, atractivo, estético, obsceno y violento, todas estas cualidades y capacidades son lo que me atrapa del lenguaje fotográfico. El contexto en donde son vistas, la mirada de quien las observa las vuelve a cargar de sentido, las transforman, las activan, el vínculo con otras imágenes y las asociaciones que se intenten sugerir hace que las imágenes estén vivas. A pesar de estar intrínsecamente vinculada con la muerte, cómo dijo Barthes, una imagen es un “esto ha sido”. Sin embargo, hay una ambigüedad intrínseca en la fotografía. Esa maleabilidad constitutiva la hace difícil de encuadrar y por ende para su enorme potencial.

En relación al momento de hacer las fotos, de fotografiar “los escenarios del crimen”, -como llamé a la carpeta en donde iba poniendo las fotos-, noté que algunas fotografías son formato medio analógico y otras son digitales. Esas fotos registran los destinos del cuerpo de Alcira, la casa de Burgos, el hotel donde vivía Alcira y el Museo de la Policía Federal. Normalmente suelo trabajar sabiendo hacia dónde ir, pero teniendo un millón de preguntas, trabajando con pocas certezas. Me guiaba una intuición, el olfato de que había algo por descubrir, pero las mil dudas de qué hacer me hacían ruido en la cabezas y necesitaba saber si valía la pena.

Del Museo, tenía las fotos que hice y las imágenes periciales que hizo un fotógrafo de la Morgue Judicial, cuando fueron llegando las ocho partes del cuerpo de Alcira. Con esas fotos periciales quería hacer algo, quería ampliar los sentidos y las formas. Algunas fotos forenses de los partes del cuerpo expuestos de los feminicidios me remitían al género pictórico de la naturaleza muerta. También pensaba en el trabajo de Joel Peter Witkin.

Trabajé como si fuera una detective visual: encontrando en imágenes y discursos, pistas del crimen social, su aceptación como algo posible y la construcción moral de víctimas y de victimarios. Es decir, persiguiendo la memoria colectiva, pensando la violencia explícita y la violencia de las imágenes y de los discursos que se mantienen en el tiempo. En la búsqueda para completar ese material, estuve días en el Archivo General de la Nación y en el archivo del diario Clarín, rastreando imágenes de época. Entre las fotos que más me interesaron estaban las imágenes que tenían pinceladas y cruces blancas. Hechas con algo parecido al liquid paper, que se usaba en esos tiempos para indicar el encuadre y la línea de corte. Era algo así como el Photoshop de la época. De esa manera se indicaba cómo querían que se publicara una imagen. Veía en esa técnica una segunda huella que me interesaba, que daba una nueva capa de sentido. Entonces recordé las imágenes forenses de los restos de Alcira y las imágenes de naturalezas muertas. A partir de las fotos de archivo marcadas, pensé en trasladar esa técnica, pero con otro sentido. Quería tapar para poder ver.

M.B.: Casualmente en esa época vi que, el material venía muy obsesionado por el género policial en literatura. Había terminado de releer 2666 de Bolaño, porque estaba trabajando en un libro sobre él y me había metido algunos libros de la colección Séptimo Círculo también, que dirigieron Borges y Bioy Casares. Probablemente esas lecturas colaboraron en querer investigar el género desde la imagen. Tenía también la experiencia reciente de haber editado un libro junto a Federico Paladino. En él abordamos el tratamiento mediático del caso Santiago Maldonado con el input de varios autores y lo habíamos hecho intuitivamente como un puzzle policial. El resultado final y la experiencia fueron muy enriquecedoras.

Piglia decía que el género policial es en esencia un género sencillo y que, de alguna manera, todos los géneros tienen algo de él. En síntesis, el género se define por el eje de alguien que busca algo. De alguna manera, la lectura funciona así también. Buscamos resolver cierto enigma. Llegar a algo. Lo complejo del policial no es la pregunta del género, sino las direcciones o ausencias que ésta puede tomar. Es en esas variaciones, o saltos, donde se construyen las historias.

En el caso del libro de María Eugenia, yo quería imponer la pregunta del policial como eje central. El problema que presentaba este caso particular era que el trabajo se fundaba en un caso ya resuelto. Sabíamos el asesino, confesado y liberado, sabíamos a la víctima, sabíamos el arma del crimen, del lugar, de la fecha… ¿Cómo se podría construir un policial cuando ya sabemos todo sobre el caso que este interroga?

Me hice la pregunta durante varias semanas y fue una nota que leí sobre el documental La hora de los hornos de Pino Solanas la que me dio la clave. Si ya teníamos el caso entero resuelto, la única figura que quedaba por interrogar era el lector. Animarse a preguntar no quién es el asesino, ni la víctima, sino: ¿Porqué siguen siendo sucediendo este tipo de crímenes? ¿Qué rol ocupa quien ve, quien lee, quien consume, toda esta maquina de feminicidios que no paran? Entonces abrí un archivo de texto y escribí esto:

«Hacer un libro que empiece diciendo, todo lector es culpable y que termine con esto otro: todo texto es un asesino. Me gustaba la idea de tomar al lector por los ojos y acusarlo». De dejarlo sin salida, de comprometerlo de alguna manera con lo que iba a ver y dejarle en claro que nadie es inocente en todo este macabro complejo de partes. La idea era que quién empezara a ver el libro ya entrara, de alguna manera, temblando.

Luego María Eugenia sumó lo siguiente, que iría en el centro del libro: «en el medio convivimos víctimas y victimarios. De esa manera, definitivamente, el lector no tendría escapatoria». Fue una celebración personal llegar a ese punto, y a esa sinergia tan alta con Marie Eugenia en el proceso. Nos punzamos muy bien el uno al otro, y creo que este libro es una muy digna representación de ese proceso.

P.D.F.:  Quisiera evocar luego el inicio del ejercicio editorial y de diseño buscando: qué lenguaje encontraron para traducir mejor ese proyecto llevando al formato libro a expresar algo más que un portafolio de imágenes.

M.E.C.: Siempre quise que el proyecto tuviera su libro, pero el ejercicio real llegó a partir de la propuesta de Martín de publicarlo en Sed. Por suerte ya nos conocíamos y eso más fácil el proceso. Fue intenso y muy interesante. El proyecto tiene un volumen abrumador de material. La clave era cómo ordenarlo y darle sentido. El desafío era enorme pero como tengo mucha confianza en Martín, supe enseguida que su rol como editor y su visión sobre el uso de la imágenes, iba a darle al trabajo un matiz interesante. Tuvimos una profunda complementariedad. Empezamos en 2019 pero fue en 2020 en cuarentena, donde fuimos encontrando las claves. Una vez que tuvimos cierto orden empezamos a trabajar con Ricardo Báez, el diseñador. Ricardo supo traducir nuestras ideas aplicándolas al diseño gráfico, logrando se convierta en una capa más de sentido, fueron claves sus aportes. 

M.B.: El libro pasó por muchas instancias de discusión con María Eugenia, antes de tener una página. Incluso antes de que Ricardo entrara a trabajar. Le dije a María Eugenia que el libro llevaría tiempo. Estuvimos conversando sobre él durante aproximadamente dos años. Pensando, anotando, dialogando. Fue un proceso exquisito y desde mi perspectiva, perfecto. Dio tantos saltos conceptuales, que en el momento que nos pusimos a trabajar, simplemente fluyó, porque ya habíamos planteado casi todos los escenarios. El material se había asentado muy bien en nosotros, y habíamos ya practicado el diálogo, con lo cual trabajar fue muy musical.

Luego de ese tiempo de proceso, se sumó Ricardo al equipo quien entendió la intención que pretendíamos con el trabajo. La secuencia que le presentamos gustó tanto, que él decidió casi no intervenir en ella, más que con algunos comentarios. Decidió mas bien tomar el cuerpo general del trabajo y ecualizarlo visualmente. Creo que de alguna manera él también se sumó al proceso de romper el material, casi de una manera autoral. Me gusta mucho que se haya animado no solo a sistematizar el complejo gráfico del libro, sino a entrar en las imágenes y provocarlas.

P.D.F.: ¿Cómo funcionan entonces esos dos libros?

M.B.: Las conversaciones con Ricardo Báez, fueron claves para decidir que el libro serían en realidad dos libros. Propuso que el segundo fuera la publicación del texto original que había sido publicado por Burgos en 1955, un escrito donde el asesino defiende su caso y manifiesta su extraña idea de inocencia. De vuelta, el gesto que buscamos era el de acusar al lector, pero también, el de darle recursos críticos para entender el caso. Creo que esta es una falencia fuerte que hay en el mundo editorial de la fotografía donde a veces se le tira al lector un material gigante encima y no se lo alimenta para que tenga herramientas, más allá de su propio bagaje cultural, para hacer funcionar ese complejo entramado.

El segundo libro de Con toda la muerte en el aire, viene a permitir un ida y vuelta con el primero. Ambos libros se desafían. Se informan y se inutilizan el uno al otro. De una manera se asesinan, y hacen del libro una exhibición de atrocidades donde el corte final lo tiene el ojo del lector. El cuerpo vuelve y reclama. Valoro mucho la mirada sintética de Ricardo Báez. Es un ojo muy preciso el que tiene. Me gusta mucho su manera de pensar y de diseñar. Es de esa corriente que lamentablemente poco abunda en el circuito editorial local. Ricardo tiene una postura alrededor del libro que está muy en sintonía con la idea de Sed de cuestionar el formato editorial en cada libro. Ya estamos trabajando en otras cosas juntos.

P.D.F.: ¿Qué aportes en el diseño sirvieron para reforzar esa narración que construyeron? ¿Qué aporte hizo Ricardo?

R.B.: Pensé en cómo sacarles el jugo a las imágenes. La historia era muy interesante y aterradora pero las imágenes necesitaban un poquito más de tensión en la expresión y trabajé mucho en ello. Haciendo un poco la depuración de las imágenes o la deconstrucción de las mismas, pensé mucho en lo que inicialmente había hablado con el editor y que tenía que ver con el hecho de construir un libro que contara la historia también a través del tratamiento de las imágenes se transmitiera esa sensación de sangre que corre a través de las páginas en forma de tinta sobre el papel.

Quise exagerar la idea de mácula o mancha a lo largo de toda la secuencia, que ya de por sí existía, subiendo el volumen. Nunca había hecho un trabajo en donde únicamente tuve que añadir el tono y ajustar algunos detalles al trabajo editorial previo, pero creo que el trabajo fue maravilloso.

Luego de ver muchas veces la secuencia pensé que n era necesario en absoluto el color. El negro se trasladaba fácilmente a la sangre del libro y con decir esto no necesitaba agregar nada más al respecto. El color negro en el lenguaje gráfico es como el ADN de la forma y es la tinta en su estado más primitivo. En el caso que se tuviese que utilizar color lo utilizaría por fuera, en el canto del libro que se pudiera pintar todo de un rojo o rosa incandescente, casi como si el libro sangrara y saliera de él en un color que te remite a la sangre humana, no a la sangre propia del libro. Propuse imprimir un negro muy cargado en una imprenta digital (indigo) sobre Saima Antique, un papel bulky.

Tampoco fue necesario hacer una intervención «artesanal» sobre las imágenes blancas hechas por María Eugenia. Sentía que ya con el método que habíamos utilizado para contar la historia y la creación de dos libros ya era suficiente tensión para que un lector pudiera entrar y mantenerse en ese espacio por un buen rato.

Por último, me pareció que no era necesario que los títulos estuvieran en la portada o  en la contra portada, sino en el lomo. También sugerí que la caja o cinta que contenía a los dos libros debía contener las frases: Todo lector es culpable / todo texto es asesino porque quería que se aplicara a las dos historias: la visual y la literaria. Me pareció más lógico agregar los créditos en la caja y no en cada libro por esa misma razón. En el libro visual, el hecho tipográfico quedó construido completamente en base a las imágenes, del mismo modo como se fue armando toda la historia.

P.D.F.: ¿Pueden decir algo más sobre el diálogo editor, diseñador ?

M.B.: Comparto aquí algunas de las notas que fuimos tomando, a modo de apuntes y collage sobre este rico proceso que creo es más importante en este caso que el libro mismo.

Contenido:

  • El policial que no busca al asesino, ni a  la víctima, ni el arma del crimen, ni al testigo.
  • El foco se pone en el lector: con su lectura posibilita la trama y su conclusión.
  • El agente social que avala, consumiendo y en consecuencia, naturalizando, el feminicidio. 

Escenario:

  • Batalla Política de Clases (Peronismo vs. Anti-Peronismo)

Contexto:

Burgos era un gran lector de novelas policiales. En su mesa de luz se encontraron dos novelas: el asesinato como una de las bellas artes de De Quincey y otros escritores. Tenia una biblioteca de mas de mil libros policiales.

El texto:

¿Somos víctimas o culpables de creer en el texto?

Narrador:

  • ¿Burgos?
  • Esa mujer: pensar también la posibilidad de “esa mujer” como relato interno en el libro. Como la carta que Burgos encuentra en el libro de Alcira.

Diseño:

  • Utilizar varias páginas con texto de cartas al lector para situar y rodear al material con las voces de época. Envolver el libro con “información”.

P.D.F.: Interesante. ¿Y en cuanto a la estructura del contenido?

M.B.: También lo tratamos en las conversaciones que tuvimos. Pensábamos en tres historias: 

  • Feminicidio
  • Bombardeo / Cuerpo de Evita
  • Lector Asesino

En el tema de la posesión sobre la mujer:


“—Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía.”

Rodolfo Walsh, Esa Mujer

En tres maneras de construir

Y en el tono policial negro que genera un proceso físico y psíquico del narrador-lector.

P.D.F.: Una vez que tuvieron esos elementos como referencia para el libro, su estructura, su narrativa y su relación con el lector, ¿qué despliegue fue teniendo el contenido?

M.B.: Desarrollamos más a fondo la voz de Burgos. Sigo compartiendo las notas, para que los lectores puedan entender el proceso.

Figuras y voces:

  1. La voz de Burgos

Posibilidades de uso:

  •  ¿Utilizar todo el texto, pero desglosado en el libro?

Es utilizar el mismo texto, pero en otro contexto. Eso toma otro tinte. 

  •  ¿Utilizar el texto entero, pero invertido?

Al invertirlo, se pasa del crimen, al intento de justificarlo y no a la construcción de empatía y luego la explicación del crimen. Pensar en lo que nos hace vincularnos con burgos. Invirtiendo el texto, lo aborrecemos de entrada y luego vemos el intento pusilánime de Burgos para justificarse. 

  • ¿Utilizar todo el texto y solamente subrayar algunas oraciones? 

Al dar el contexto completo no se produce el mismo gesto de “edición” tendenciosa de la información.

  • Parcializar y utilizar partes del texto por “capítulo”

Estructura:

Tres Destinos  – Ocho Partes
Cabeza – Muslo 1 – Muslo 2 – Pierna 1  – Pierna 2 – Mano 1 – Mano 2 – Torso
60 KM – 48 Kilos – 8 Partes – 3 Destinos – 1 Mujer

Cronología:

Crimen – febrero 1955
Trama Policial – febrero – abril 1955
Bombardeo Plaza – 16 junio 1955
Derrocamiento Perón – diciembre 1955
Desaparición Cadáver Evita – noviembre 1955

  • La única imagen de Alcira

Posibilidades de uso

  1. ¿Fragmentar su imagen alrededor de todo el libro y que se arme solo al final?
  2. ¿Comenzar con la imagen de burgos cubierta y la de Alcira descubierta y hacer el proceso de inversión?
  3. Trabajar con las variaciones de la imagen de Alcira en los medios
  • La figura de Evita

Pensar de que manera vincular o dar visibilidad más clara a esta figura en el libro, para que no sea tan encriptado solamente a un público argentino. Utilizar la figura de Evita con mayor claridad para darle más universalidad al material. 

Las partes:

  • El libro estará dividido en partes, como el cuerpo del delito. La manera de hacer interactuar esas partes es el rol que el lector tendrá con el libro-crimen. Las partes estarán atravesadas por la voz de un narrador. Esa voz por la que teníamos piedad, es en realidad el asesino. 
  • El cuerpo del libro está mal armado y tensiona. Es necesario mezclar las partes y armar el rompecabezas. Al armar todo el rompecabezas, algo roto no puede volver a armarse igual.
  • El cuerpo del lector funciona como cuerpo performático.

Los capítulos:

  • La primera muerte

El acto – la que aparece
El Amor
El Crimen

  • La segunda muerte

La representación – la que aparece
La Investigación / La Reconstrucción
El Espectáculo
El Museo

  • La tercera muerte

La desaparición de la verdad del cuerpo – la que desaparece
La victimización de Burgos
Los Lectores que apoyan a Burgos
La Desaparición de Eva 

P.D.F.: Finalmente cuál es la intención del libro según ustedes, qué tiene de político, qué accionar o qué funcionamiento va a tener en lo político y porqué es vital hacerlo. Hay muchos libros que se editan, pero: ¿porqué hacer éste?, ¿qué sentido tiene>.

M.E.C.: El proyecto, desde mi perspectiva, tiene una triple intención. Por un lado, mirar de dónde venimos y cómo llegamos a hoy en donde hay un feminicidio cada treinta y un horas. El contexto social y cultural sigue siendo muy parecido a pesar de haber pasado sesenta y cinco años, la única diferencia es que hoy un feminicida no escribiría un libro contando su historia, lo vendería en los kioscos de diarios y haría una segunda edición. En esa época el libro fue un éxito de ventas. Por otro lado, poner sobre la mesa a los medios como amplificadores y reproductores de un sistema de valores que viola derechos de las mujeres y por último la reflexión sobre el uso de las imágenes y los textos periodísticos para armar este collage visual y textual que conforman un crimen social. Estas cuestionamientos son todos políticos.

M.B.: Seré breve en esta respuesta. Creo que la intención del libro es producir lectura y réplica, específicamente alrededor de la figura del feminicidio en Argentina, pero sin perder su alcance universal. Ningún libro es vital. Pero algunos, como este, pienso yo, merecen molestar.

P.D.F.: Por último, ¿qué libros han sido de gran influencia para hacer esta obra impresa?

M.E.C.:

M.B.:

  • Hans Peter Feldmann, Bilder, 1968–1971

R.B.:

P.D.F.: Gracias, agrego a modo de extensión de la entrevista, el texto que les inspiró.

Texto

El coronel elogia mi puntualidad:

—Es puntual como los alemanes —dice.

—O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

—Esos papeles —dice.

Lo miro.

—Esa mujer, coronel.

Sonríe.

—Todo se encadena —filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.

—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

—Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.

—¡Cómo no me va a importar!… Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

—Cuénteme cualquier chiste —dice.

Pienso. No se me ocurre.

—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

—¿Y esto?

—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

—Le pegó un tiro una madrugada.

—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

—Pero el capitán N…

—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

—¿Y usted, coronel?

—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

—Me gustaría.

—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

—Ojalá dependa de mí, coronel.

—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

—Mire.

A la pastora le falta un bracito.

—Derby —dice—. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

—¿Qué querían hacer?

—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

—Y orinarle encima.

—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

—Esa mujer —le oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

—Desnuda —dice—. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd —el coronel se pasa la mano por la frente—, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso…

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.

La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

—Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

—…se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire

—el coronel se mira los nudillos—, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

—No.

—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

—Pero esa mujer estaba desnuda —dice, argumenta contra un invisible contradictor—. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

—Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces «Eso le demuestra», como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

—Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

—¿Pobre gente?

—Sí, pobre gente —el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior—. Yo también soy argentino.

—Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

—Ah, bueno —dice.

—¿La vieron así?

—Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo…

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

—Para mí no es nada —dice el coronel—. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da… Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

—A mí no me podía sorprender. Pero ellos…

—¿Se impresionaron?

—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: «Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.» Después me agradeció. Miró la calle. «Coca» dice el letrero, plata sobre rojo. «Cola» dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. «Beba».

—Beba —dice el coronel.

Bebo.

—¿Me escucha?

—Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

—¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

—Tantito así. Para identificarla.

—¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. «Beba».

—Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

—Comprendo.

—La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

—¿Y?

—Era ella. Esa mujer era ella.

—¿Muy cambiada?

—No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a… Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

—¿El profesor R.?

—Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

—¿Enciendo?

—No.

—Teléfono.

—Deciles que no estoy.

Desaparece.

—Es para putearme —explica el coronel—. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

—Ganas de joder —digo alegremente.

—Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

—¿Qué le dicen?

—Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

—Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

—La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

—Llueve —dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

—Llueve día por medio —dice el coronel—. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

—¡Está parada! —grita el coronel—. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

—No me haga caso —dice, se sienta—. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

—¿Eh? —dice— ¿Eh? —dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

—¿La sacaron del país?

—Sí.

—¿La sacó usted?

—Sí.

—¿Cuántas personas saben?

—DOS.

—¿El Viejo sabe?

Se ríe.

—Cree que sabe.

—¿Dónde?

No contesta.

—Hay que escribirlo, publicarlo.

—Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

—¡Ahora! —me exaspero—. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

—Cuando llegue el momento… usted será el primero…

—No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

—¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

—Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía.

Rodolfo Walsh, Cuentos completos, Veintisiete Letras, 2010

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