En 2018, PUNTO DE FUGA, la plataforma experimental del arte y de la fotografía, empezó a reunir una serie de entrevistas hechas a fotógrafos colombianos con el objetivo de plantear una serie de inquietudes sobre el papel de la fotografía, su impacto en la política y la incesante búsqueda del lenguaje a través del gesto artístico. Esta es la novena conversación con el artista colombiano Marcos Ávila Forero, a quien conocimos a través del video Atrato, una obra de video hecha con las comunidades de Chocó y presentada en la Bienal de Venecia N°57. Filmado en la región pantanosa del pacífico colombiano este video registra el sonido del tambor provocado por el choque de las palmas de los afro-descendientes sobre las aguas del río Atrato, un gesto con el que estas comunidades reviven una antigua tradición bantú, trayendo a la memoria sonidos y vibraciones de uno de los instrumentos más importantes de esa cultura africana. En esta obra, como en todo su trabajo, Marcos Ávila Forero provoca encuentros alegres entre el arte y la política. Esta entrevista busca conocer las motivaciones que llevaron al artista a crear obras en donde el arte y la política se encuentran.
Entrevista a Marcos Ávila Forero
Por PUNTO DE FUGA
P.D.F.: Marcos, naciste en París y estudiaste arte allí. ¿Cómo surgió tu vocación de artista? ¿Cómo conseguiste compaginar el trabajo de artista con tu interés por la política?
Nací en París, pero viví en esa ciudad solamente hasta cumplir el año y medio. Regresé muchos años después porque no quería hacer el servicio militar en Colombia. Me fui a estudiar Bellas Artes, empezando como auditor libre para prepararme para los concursos de entrada a la École Supérieure Nationale de Beaux-Arts de Paris. Hacia el 2006, al mismo tiempo en que preparaba los concursos me involucré plenamente en las manifestaciones en contra del CPE (Contrat Première Embauche). Había terminado los estudios en la École de Beaux-Arts de Reuil Malmaison. Con el comité organizativo de las escuelas de bellas artes apoyamos los paros de la Universidad de Jussieu. También estaba muy involucrado con movimientos de inmigrantes clandestinos o Sans-Papiers, en su lucha por ser regularizados. Por esa misma situación, no tuve una formación tan continua.En medio de la formación en bellas artes en Paris paré los estudios dos años para hacer un recorrido por américa latina y estuve trabajando en plantaciones campesinas de cacao, banano y coca en Santander en Colombia.
El compromiso político es algo que siempre he tenido. Desde que era un niño mis padres me dieron la posibilidad de involucrarme con la gente del campo. Para mí era necesario encontrar una forma de unir esos dos mundos, el del artista y el del activista. Cuando comencé a trabajar a partir de documentos históricos, de entrevistas, de archivos sonoros y de testimonios grabados, buscando crear una obra que tuviera una cierta pertinencia política, pude desarrollar una dinámica coherente que me permitió terminar la escuela de arte con honores y ser admitido en cuarto año de Bellas Artes en París.
En esa época empecé a trabajar sobre el conflicto agrario en Colombia. Bertold Brecht decía: “yo siempre llevo en mi bolsillo una piedra de mi casa, para mostrarle al mundo cómo es mi hogar”. Y eso fue lo que quise hacer. En ese entonces, solo trabajar con documentos dejaba algo pendiente. Pensaba que si mi obra contaba las historias de la gente: ¿qué pensarían ellos de la obra, la aceptarían, significaría algo para ellos? ¿Si lo vieran, les gustaría? En ese momento sentí que no era suficiente asumir el papel del artista en su taller, creando una obra desconectada del contexto en el que se creó. Quería generar un impacto con mi trabajo, no solamente “mostrar mi hogar” y explorar el potencial narrativo de los documentos, también quería dedicar mi obra a quienes la estaban gestando de algún modo. En ese momento tuve la necesidad de trabajar más en terreno, de estar en contacto directo con los campesinos para agregarle pertinencia a mi trabajo. Desde entonces, cada trabajo es una dedicatoria al esfuerzo de quienes luchan por sus tierras.
Al terminar la Escuela de Bellas Artes ya había logrado encontrar el equilibrio entre arte y político. Obtuve las felicitaciones del jurado. El premio que me otorgó la escuela me permitió viajar al Amazonas colombiano para trabajar con los Cocamas.
P.D.F.: Tus proyectos evocan las nociones de exilio, de resistencia, de vida en el campo. Son temas a los que te has enfrentado en Francia y en Colombia. ¿Cómo surgieron esos temas en tu trabajo? ¿Qué es lo que los impulsa realmente?
Me preocupa el ser humano. Es el personaje principal de todos mis trayectos. En mi obra siempre regreso a temas de movilización, de desplazamiento y de resistencia, todos muy ligados a cuestiones que preocupan a las comunidades como la protección de la tierra y el acceso al agua. Lo que más me interesa es la capacidad de resistencia de los grupos sociales, su capacidad de organización, su empuje. Quiero acompañar a esas organizaciones sociales con el arte y el activismo. Pienso mucho en el potencial de trabajo que pueden desplegar mis proyectos, para generar dinámicas que nutran esos procesos sociales.
No sólo me interesa Colombia. Mi trabajo también tiene que ver con otras migraciones, como, por ejemplo, la migración clandestina africana (del Magreb y el África subsahariana). Esta una problemática que habla también de la realidad europea, de su historia colonial y neocolonial, habla de la condición del migrante, de la forma como el gobierno y la población establecen su relación con otros países.
Al trabajar con temas colombianos estoy también hablando de la realidad europea. Existen por ejemplo tratados de libre comercio entre esos países que afectan directamente al campesinado colombiano y ese tipo de relaciones es algo que me interesa abordar en mi trabajo.
P.D.F.: ¿Piensas que tu arte es político? ¿Cómo lo definirías?
No creo en el arte político como una herramienta que tenga la capacidad de cambiar las cosas. Durante mis estudios en Bellas Artes, me preguntaba cómo juntar arte y política. Rápidamente entendí que era más fácil separar esos dos universos que intentar juntarlos. Hago arte y hago política. Lo curioso es que, al intentar separar esas dos esferas, surgieron una serie de interrelaciones entre esos campos, encuentros alegres. En muchos casos, las asociaciones entre arte y política se dan simplemente, no busco forzarlas.
Lo cierto es que tengo un posicionamiento frente al arte y la política. Para mí, el arte es una herramienta. Cada individuo, sea panadero o artista, tiene una responsabilidad. Esa responsabilidad tiene tres vertientes: la ciudadana, la familiar y la laboral. Cuando hago arte yo me hago las mismas preguntas que se hace un panadero que quiere hacer buen pan: ¿cómo usar harina orgánica? ¿cómo pagar bien a sus empleados? ¿cómo mejorar la calidad? Esa es la responsabilidad laboral. Pero también, como el panadero, tengo otras responsabilidades: familiares y ciudadanas, que van más allá de la responsabilidad laboral. Cada una es igualmente válida.
Con respecto a mi responsabilidad ciudadana, he trabajado mucho con comunidades y organizaciones campesinas (Cintrapaz, Anzorc, etc.) en varias partes de Colombia: Sumapaz, Caquetá, Cauca. Cuando vives con los campesinos, conoces a líderes sociales, a gente que cultiva, esas personas se encargan de sus hijos, los educan y los alimentan ¡y con todo eso! tienen tiempo de responder a esa otra responsabilidad ciudadana, siendo activistas. Ellos cumplen con todo. Yo trato de seguir sus enseñanzas.
P.D.F: ¿Cómo ha sido el encuentro con las comunidades campesinas de Colombia? ¿Qué encuentros entre el arte y la política se fueron gestando en los últimos años?
El arte político es una búsqueda muy bonita. Yo respondo a esas inquietudes políticas a mi manera, con el lenguaje del artista. Mi trabajo artístico se ha ido impregnando poco a poco de mis experiencias con la política. Estuve por ejemplo en Zuratoque haciendo un trabajo de caracterización socio económica de la población de desplazados por el conflicto armado, con la idea de determinar las necesidades de la gente que se estaba asentando en los suburbios en Bucaramanga. Este era un trabajo político.
Durante el año que duró ese proyecto estuve hablando con la gente durante y, al cabo de tiempo, se me ocurrió que las personas desplazadas por el conflicto podían escribir en un costal abierto la historia de su exilio. Les pedí luego que deshilacharan el costal hilo por hilo para tejer con ellos un par de alpargatas. Quería que esa obra fuera una herramienta cultural para el campesino, creando algo que pudiera contar su historia a partir de los objetos que ellos usan en su cotidiano.
Esa obra Alpargatas de Zuratoqueha servido para re-escribir las historias de sus desplazamientos, asociándolas a la experiencia campesina, del despojo de la tierra. Quise generar una triangularidad entre tres elementos campesinos que tienen como punto común el desplazamiento: el testimonio, que da cuenta de esa pérdida de la tierra y por ende de su capacidad productiva; el costal, que sirve para transportar eso mismo que produce la tierra; y las alpargatas, que son cultura artesanal y que sirven para desplazarse.
En un país que cuenta con uno de los mayores números de desplazamiento forzados por el conflicto interno, la tierra y su capacidad productiva están en juego. No hay que olvidar que detrás de cada desplazamiento hay un interés político de actores armados, de empresas privadas y de organismos del Estado por expulsar al campesino para recuperar la tierra y apropiarse de su capacidad productiva. En este caso, mi trabajo artístico no hubiese podido nacer si no me hubiera implicado como activista, trabajando en ese territorio.
Para volver al tema general, creo que tu pregunta es muy importante. Habla de la capacidad política del arte. No dice si el arte es político o no, no se pronuncia sobre eso. Dice de qué modo se puede ser responsable ante la realidad política y social de un país, de una comunidad, de una persona.
P.D.F: Cuál ha sido la reacción del público hacia tu trabajo?
Quiero precisar una cosa con respecto al arte y a la política. Cuando digo que el arte no puede cambiar la realidad, no estoy diciendo que no sirva para nada. Yo personalmente trabajo con herramientas para desarrollar una acción que tenga efectos políticos. Hay gente que se moviliza, se implica y de pronto, en su trayectoria se encuentra con una obra y se sirve de ella como herramienta.
Pero, por otro lado, ese proceso es un arma de doble filo. Por más buenas intenciones que el artista tenga, siempre existe el riesgo de que el texto o la obra de arte, por su propia vida, sirvan intereses diferentes a los del artista. Todo depende de cómo la gente se apropia de esas herramientas. Mi obra puede ser una herramienta de lucha o puede convertirse en algo contraproducente. El riesgo existe.
Lo digo porque me ha sucedido en el pasado. Quiero traer un ejemplo a colación: hace unos años trabajé sobre la obra A San Vicente, un entrenamientohecha a partir de un documento sonoro que se usaba como utensilio de entrenamiento en la guerrilla. Se trataba de voces de guerrilleros (hombres y mujeres) imitando el sonido de las armas. Un periodista que tuvo acceso a ese documento, lo interpretó como prueba del reclutamiento de menores por la guerrilla. El periodista confundió las voces femeninas con voces de niños. Lo cierto es que ese documento no denuncia eso, habla de los mecanismos de entrenamiento de una guerrilla, de las formas de enseñar las técnicas de desplazamiento de un enemigo en combate: cómo encerrarlo, cómo atacarlo, etc. Esa es su función principal.
En ese momento también estaba trabajando con fusiles AK 47 hechos en madera como aquellos que tallan con machete los guerrilleros para sus entrenamientos. Los fusiles tallados por ellos eran objetos que permitían teatralizar la guerra. Eran actos de representación que yo decidí utilizar para construir un proyecto artístico. La re-interpretación es también el lenguaje del arte. Ese mismo objeto que para mí tiene un valor escultural para ellos es un elemento de supervivencia en un contexto de guerra.
Para responder a tu pregunta sobre el impacto de la obra, insisto en esto, para mí el arte tiene ese potencial de servir como herramienta. La gente en su capacidad, con su educación política, se apropia de dichas herramientas y las interpreta a su manera. Es lo que mis obras buscan.
P.D.F: ¿Hay algún otro proyecto en donde el arte y la política se hayan encontrado?
En el proyecto Atrato, que expuse en Venecia, pasó precisamente lo contrario, el arte influyó sobre la política. Quería trabajar sobre el tambor como elemento de reivindicación social. Para muchos grupos sociales el tambor sigue siento un elemento fundamental de su identidad, un catalizador de muchas de sus reivindicaciones. Hace un tiempo tuve una larga conversación con un antropólogo que había estudiado la presencia de raíces bantú en el territorio latinoamericano. A partir de esa conversación surgió mi interés por el tambor. El antropólogo con el que hablé en esa época, estaba haciendo una investigación en el Congo cuando escuchó hablar de una tradición desaparecida acerca de algunas comunidades que hacían percusión tocando con la palma de sus manos la superficie del rio. El río era su tambor. La historia me pareció hermosa, tenía que hacer algo con eso. Me preguntaba si de pronto, con toda la riqueza de la herencia Bantú en Latinoamérica, esa práctica de la percusión sobre agua también había viajado. Hablé con etnomusicólogos de la Coporaloteca de la UTCH en Colombia y gente del Icema, para explorar esas herencias africanas en la comunidad afro-chocoana.
Aunque esa tradición dejó de existir, por herencia cultural, les pertenece a esas comunidades. El tamboreo en el agua es suyo, aunque no lo practiquen, pueden reapropiárselo y eso fue algo que buscamos generar. Decidimos organizar con la comunidad un proyecto para reinterpretar esa tradición. Empezamos a trabajar con las comunidades afro-descendientes para reinterpretar esa tradición usando los ritmos locales. De ahí nació el proyecto.
Además del registro artístico filmado, este trabajo en el que los percusionistas afro-chocoanos tratan de sacarle música al agua, se convirtió en un proyecto piloto de sus organizaciones, en parte porque responde a dinámicas e intereses locales, y habla desde la misma cultura negra. Las poblaciones con las que hicimos ese trabajo son muy organizadas. La educación política que ellos me la han dado es muy valiosa, son las comunidades las que me han enseñado todo. Me han hecho entender lo que es el poder organizativo, qué significa la responsabilidad social.
En cada uno de mis proyectos, intento acompañar a las comunidades en sus luchas. Les hago propuestas e intentamos que están respondan de manera concreta a sus objetivos. Observo sus formas de hacer y de pensar hasta encontrar una herramienta más para su lucha. En cada proyecto que hago, hablo con investigadores y busco una forma de trabajar con las organizaciones sociales. Esa gente tiene su propia realidad, sus propias dinámicas. Sus problemáticas no son las mismas que las del investigador y es necesario encontrar formas de trabajar juntos. La narrativa que se hace desde la investigación es muy distinta a la que las mismas comunidades tienen. El proyecto Atratoes un buen ejemplo de la forma como mis proyectos surgen de la búsqueda de herramientas para acompañar esos procesos comunitarios, esas luchas.
P.D.F: En muchas de tus obras hay objetos que simbolizan la resistencia, el largo caminar de los pueblos indígenas, del campesinado y de los pueblos afro-descendientes. Tu trabajo te sitúa en la misma línea de pensamiento de artistas políticos como Doris Salcedo. ¿Qué significaba traer para ti objetos simbólicos a galerías y museos en Europa?
No trabajo a partir de objetos simbólicos sino a partir de realidades. Cuando muestro un video de comunidad haciendo el sonido de los tambores en el agua, esas comunidades de afro-descendientes están haciendo algo real. Lo que tú ves, cuenta la historia y la realidad de ese momento. El arte que hago no está representando ninguna otra cosa que lo que es. En mi obra la representación es más directa. Trato siempre que el resultado exprese una realidad, se inscriba en un contexto, social, político, cultural. Pienso que mis obras cuentan historias, hablan de lo que se realizó con las comunidades.
Pienso que hoy en día el estatus o la profesión del “artista” se ha sido sacralizado. Se lo considera como el creador de símbolos, de representaciones. En mi trabajo la simbología pasa a un segundo plano. Las obras dependen de las poblaciones con las que trabajo. Si me preguntas ¿cuál es mi rol? Yo diría que consiste en reunir gentes (campesinos, etno-musicólogos, percusionistas, comunidades) y proponer iniciativas a partir de esos elementos. El trabajo de campo es fundamental en mi trabajo artístico.
P.D.F.: Estuviste haciendo talleres de formación en fotografía y video en un bloque de las F.A.R.C. Durante ese período, trabajaste con la obra Desde las montañasuna serie de fotografías que iluminaste con pólvora. Ese trabajo me hace pensar en la obra de Anselm Kieffer, el artista alemán de la pos-guerra que hizo una serie de libros y de esculturas en papel con fotografías que luego cubrió de pólvora. Su trabajo era profundamente crítico de la guerra, de los horrores de la guerra y de las secuelas que dejó en las sociedades europeas. ¿Cuál es tu posición con respecto al conflicto en Colombia? ¿Tu trabajo es una crítica a ese mundo, una reacción al conflicto vivido por los campesinos? ¿Cómo lo definirías?
M.A.F.: En este punto quisiera hablar de la posición del individuo con respecto a la guerra más que de la responsabilidad del artista. Yo no le pido al artista que hable del conflicto armado colombiano si no está dentro de sus responsabilidades profesionales. Pero sí le pido al ciudadano que se implique para resolver el conflicto porque es su responsabilidad.
¿Qué puedo concluir de haber estado allá? Creo que puedo hablar más de mi experiencia con los líderes sociales de esas regiones en conflicto que de mi experiencia de la guerra como tal. He aprendido mucho de esos campesinos. Su capacidad de organización les ha permitido luchar y resistir a la guerra. Todas estas personas que han vivido el conflicto son seres humanos. Los guerrilleros no son terroristas, son seres humanos. Tienen una lógica de supervivencia que responde a necesidades muy precisas. Si no conseguimos entender el conflicto desde esta perspectiva humana, va a ser muy difícil resolver la guerra y eso es algo que personalmente me preocupa.
Lo que vivimos en Colombia es una larga guerra. Pero en gran parte del territorio rural colombiano la guerrilla ha estado presente como entidad con labor de organización. La relación entre la población y la guerrilla ha existido también. Hay una diferencia entre el fenómeno guerrillero y el del paramilitarismo. El primero responde a objetivos políticos, el segundo, a intereses políticos y financieros de grandes propietarios. Si uno se pregunta: ¿con qué objetivos y con qué necesidades y con qué intereses se formaron esos grupos? la respuesta a esa pregunta no es la misma, si se trata del paramilitarismo o de la guerrilla. Sin embargo, la razón por la que esos individuos toman las armas es la misma. En cualquier caso, lo que te lleva a coger un fusil es la miseria.
Dicho esto, pienso que no trabajo directamente sobre la guerra como tema. Mi principal preocupación es el ser humano. Me interesan las poblaciones organizadas que luchan, que se organizan para no ser objeto de la violencia. Muchos de esos líderes campesinos que he conocido y con los que he trabajado, tienen una gran capacidad de apropiarse de su dignidad. Mi obra cuenta las razones que han llevado a esas personas a lanzarse en la lucha. La guerra está siempre de trasfondo, pero no es el tema principal de mis obras. Tampoco trabajo sobre la miseria humana. En mi trabajo siempre veo gente, seres humanos en toda su dignidad, individuos activos y no pasivos frente a sus realidades.
P.D.F.: En tu trabajo de terreno en distintos sitios de Colombia has escogido el uso del video y de la fotografía. En el 2015, hiciste una serie de trípticos con fotografías de familias de campesinos titulada Estenopéicas Rurales. Retrataste a esas familias – La familia García en el lado oriental del río Ariari; La familia Rincón en san Luis de Ocoa; La Familia Vivas en Cabuyaro; La familia Franco y Loma en Ubaté. ¿Por qué te decidiste por la fotografía? ¿Cuál era tu intención? ¿Piensas que hay un vació en nuestra memoria histórica, una falta de representación del mundo rural en Colombia que la fotografía puede llenar?
M.A.F.: No trabajo con un medio en específico. La mayoría del tiempo el medio plástico se adapta al contexto de trabajo. Antes de producir muchas de mis obras, no sabía mucho de tambores, tampoco de cómo hacer alpargatas, ni de cómo producir esculturas de manatíes. Muchas veces me baso en los saberes locales o exploro el manejo de un conocimiento en específico para poder desarrollar el proyecto.
Tampoco soy fotógrafo, pero he hecho obras en las que interviene la fotografía. Antes de hacer este proyecto Estenopéicas rurales, tuve una conversación con Cesar Jerez (vocero de la ANZORC) que me decía que hay una diferencia muy clara entre el origen de un grupo social campesino y la figura del obrero o la del productor agrícola. La diferencia entre esos dos tipos de campesinado es orgánica: el productor está desligado de la cultura del territorio y de la tierra, él produce y ve la tierra como un espacio cargado de un potencial productivo. El campesino, por su parte, vive en la tierra y ha desarrollado sus tradiciones familiares y culturales en contacto con ella. Para el campesino, la tierra tiene un potencial no solamente productivo sino también de “buen vivir”.
Con su trabajo, Cesar me habló mucho de la relación triangular existente entre el campesino, la tierra y su hogar. Me explicaba que dentro de esa triangularidad es que se define la cultura campesina. Pensé en todas las historias que las comunidades campesinas podrían contar desde su hogar. Pensé en qué pasaría si los muros pudieran hablar y contar esas historias. Quería que los muros fueran herramientas de testimonio. La pregunta fundamental era: ¿cómo puedo hacer para que el hogar campesino se convierta en una herramienta de testimonio de las luchas campesinas por la dignidad? Empecé a elaborar esa reflexión entendiendo cómo alrededor de la casa campesina siempre está presente el territorio cultivado. Esos son paisajes subversivos en los que me fui interesando.
Fue entonces cuando se me ocurrió usar la técnica estenopéica para hacer una obra. El principio básico de ese proceso es simple: a partir de un espacio oscuro, ya sea una caja de cigarrillos o una casa –es cuestión de escala o de proporción-, de una superficie fotosensible como un rollo o un papel fotosensible y de un hueco, es posible hacer una fotografía. Al convertir la casa campesina en una cámara fotográfica gigante estás transformando la casa en una herramienta de testimonio. Los muros cuentan las luchas, son los testigos de esa historia.
Cuando me imaginé el proyecto pensé en una fotografía gigante. Llegué al primer hogar y me di cuenta de que la idea no funcionaba: Los tiempos de exposición eran muy largos. No podía inhabilitar la casa campesina por una semana entera. Mi fotografía anulaba el espacio, se volvía demasiado invasiva. No quería abusar de la generosidad de dichos campesinos que me acogían en sus hogares, porque no es fácil acceder a esos territorios. Para llegar es necesario ir a caballo o en canoa y quedarse a dormir allá. Decidí entonces adaptar el proyecto a la realidad local.
Regresé a la ciudad para pensar en el proyecto. Finalmente surgió la idea de un tríptico de un formato más pequeño: fotografías con varias horas de exposición que mostraran tres puntos de vista del paisaje subversivo, desde el hogar. El proceso no fue sistemático. Escogí junto con los campesinos, tres puntos de vista importantes para ellos. La discusión con ellos consistió en saber: ¿qué lugar escoger y qué mostrar? Cada tríptico cuenta una historia.
Doña Emerita, por ejemplo, cocinó durante dos horas. En las fotografías no se ve ella porque la foto se hizo con un proceso de más de dos horas de exposición, pero se ve el movimiento. Don Emilio duraba trabajando cinco horas con su silo. En su fotografía se ve la carretilla en el campo, hay un caballo fantasma que aparece perfilado. Al ver una de las imágenes, uno de los campesinos de Ubaté que participó en la en el paro de los lecheros, me preguntó: ¿Y yo dónde estoy? ¿Cómo hacemos para que yo pueda aparecer? Tuve que adaptar el formato de la fotografía a ese pedido. Para lograrlo él debía quedarse quieto media hora y fue lo que hizo. Fue interesante ver cómo el campesino quería inscribirse en su territorio, aparecer en la imagen. Ese un fue elemento que cambió radicalmente mi trabajo.
En términos generales, pienso que la fotografía es una herramienta de la memoria, no es solamente un recuerdo. Los campesinos estaban construyendo sus reivindicaciones en imágenes. Al principio, me imaginé paisajes revoltosos, puramente contemplativos, con un trasfondo político muy importante detrás. No me imaginé la presencia humana en esas imágenes. Para mi eran paisajes en resistencia.
P.D.F.: La guerra en Colombia se desarrolló en el campo. Pero el campo, para quienes no viven en él, es quizás el territorio que más ignoramos los colombianos de las grandes ciudades. Desde la ciudad, oímos relatos y vimos imágenes extremadamente inquietantes de la guerra en el campo, pero es poco lo que conocemos de ella. Una de tus obras es una fotografía que llamaste Tal cual un Tirofijo. La imaginaste como una reconstrucción de ese momento histórico en el que Manuel Marulanda hace oficial la creación de un grupo armado, una guerrilla campesina. ¿Por qué decidiste trabajar sobre la reconstitución histórica de esa imagen? ¿Crees que hay una forma de hablar del conflicto, desde el arte, que nos interpela sin dividirnos en bandos?
M.A.F.: Mis proyectos de terreno responden a un imperativo sobre el cual ya hemos hablado. Preparar cada proyecto artístico toma tiempo. Produzco un solo proyecto grande al año con las comunidades. Pero también existen proyectos como este, satelitales a esos grandes momentos, en los cuales la materia prima no es el trabajo de terreno, sino el archivo, el documento. Esas obras son consecuencias de las investigaciones. Los llamo encuentros alegres. Algunas ideas o encuentros alegre surgen mientras estoy en el taller. Cuando esas ideas aparecen, las desarrollo siempre en función de un modus operandi que consiste en trabajar a partir de documentos. Pero siempre parto de realidades, me aferro a ellas.
El que mencionas es uno de ellos. Mientras estaba preparando dos proyectos, me encontré con estas fotografías de archivo del momento en el que nacen las FARC. Un grupo de familias campesinas toman la determinación de decir: ya no somos campesinos sino somos grupo armado. Buscando documentación, descubrí una analogía entre la forma en que esta imagen ha sido editada, intervenida, desestructurada y la forma como la historia misma ha sido recordada, historio-grafiada, teorizada, analizada. Me pareció que esa desestructuración de la imagen, por sus múltiples interpretaciones y ediciones, evocaba la manera en que se ha ido borrando y tergiversando la historia del conflicto. La historia de ha ido deshilachando, ha perdido el tejido.
Pensé: ¿por qué no reconstituir esa imagen en un espacio concreto y hacerla existir como tal? Para conseguir esa reconstrucción tuve que recrear la escena. Decidí utilizar una metodología antigua de la técnica fotográfica. Reuní varios archivos de esa misma fotografía para recomponer una imagen a escala 1:1 y volverla a fotografiar. Los hombres que aparecen en la fotografía: Manuel Marulanda, Ciro Trujillo y otros más, aparecen en tamaño real sobre la fotografía. Ese procedimiento generó una imagen nueva, pero con una estética de archivo antiguo. Las aberraciones químicas del procedimiento fotográfico y la reconstitución de imagen a escala humana le dieron a la fotografía el aspecto de documento intervenido.
El resultado de la imagen es extraño, es sospechoso: da la sensación de imagen doblada, de un documento de archivo que ha pasado por un proceso de impresión y de recomposición, pero, al mismo tiempo, dentro de la construcción de la imagen, se percibe la trama de la imprenta. Los personajes parecen delimitados, recortados y fotografiados en diferentes profundidades. Si uno se fija con atención, se ve el borde de la imagen que se acaba. Me interesaba esa capacidad de análisis de la imagen: ¿cómo estamos construyendo la historia? Para mi esa fotografía debía responder a ese imperativo. Una vez tomada la fotografía, la imprimí a gran escala con papel periódico. El proceso fue largo. La fotografía se construyó durante dos meses.
P.D.F.: Tienes una serie de videos hechos con comunidades que habitan en las faldas de los ríos. En uno de esos videos titulado A Tarapoto, un manatí, narras la historia de un animal mitológico. Para hacer ese video te adentraste en la selva amazónica. ¿Por qué escogiste trabajar en ese territorio? ¿De dónde te vino esa idea del manatí?
M.A.F.: Concretamente, lo que se hizo con ese proyecto fue una recopilación narrativa de las leyendas de la comunidad cocama. Durante ese trabajo de investigación, me enfoqué en la leyenda del nacimiento y del origen del manatí, un animal en vías de extinción. El animal existe en realidad, pero también es mítico, sagrado para ciertas culturas. Quería hacer un paralelo entre la extinción del manatí y la supervivencia de la comunidad cocama. Me interesaba que esas dos realidades se juntaran a través de un mito.
En la mitología cocama, el origen de la humanidad está estrechamente ligado a la figura del manatí. Se cuenta que el manatí nace de la madera. El manatí cumple también una labor de guía espiritual. Propuse que reactiváramos ese mito por medio de una acción que mostrara a uno de los primeros seres viajando hacia otros mundos guiado por el manatí. En la mitología, una vez que nace, el manatí se arrastra a través del monte hasta llegar al río y el color de su piel se torna del mismo tono del barro que lo cubre.
Quería hacer realidad ese mito. Fue entonces cuando decidí llamar a don Ruperto Ahuanari, un escultor que talla con el hacha directamente sobre la madera. Con su trabajo ha recopilado historias contadas. Le propuse hacer nacer un manatí de la madera. La idea era esa sacar el manatí de un árbol, tallarlo y ponerlo a viajar sobre el rio. Trabajamos juntos en ese proyecto. Llevamos el manatí hasta el río. Para contar el viaje del primer hombre sobre el manatí, le pedimos a un joven cocama que nos ayudara. Macú era un joven sabedor, un aprendiz de taita. Desafortunadamente su maestro murió y él quedó con el aprendizaje a medias. Desde entonces su aprendizaje se ha hecho más lento y más solitario.
La vida de Macú está muy ligada a ese difícil proceso de adaptación al mundo moderno. Vivía en la comunidad de niño hasta que decidió irse a la ciudad de Leticia. Ese fue su momento más difícil de confrontación con la modernidad. Tuvo una juventud que lo hizo olvidarse de sus tradiciones, pero después de un tiempo, decidió volver a la selva y retomar su formación con el taita. Mientras estaba haciendo ese proyecto de video, Macú fue quien representó el primer ser humano, el hombre que viaja sobre el manatí para atravesar el río hasta alcanzar el Tarapoto, el lago sagrado, la puerta que lleva a los seres al otro mundo. Para filmar, estuvimos navegando a través del rio. Fue un verdadero peregrinaje. El video reactiva el mito de la creación, con el manatí como guía hacia el otro mundo. Macú también murió. Para mí, él representaba esa reivindicación indígena, una reivindicación de una comunidad que vive ante la dificultad de adaptarse sin perder los conocimientos ancestrales. Esa adaptación sigue provocando un conflicto interno complejo entre los indígenas cocamas.
P.D.F.: Hay una diferencia entre tu trabajo de artista y la aproximación científica de los botanistas, los etnógrafos y los antropólogos. Tú te has aproximado a las comunidades, a la fauna y a la flora colombianas desde el arte. ¿Cómo ves tú estas diferencias en la aproximación al terreno?
Hay una diferencia fundamental entre el artista y el antropólogo o el investigador social y son los objetivos que conlleva hacer uno de esos dos oficios. Me han denominado “artista antropólogo”. Yo refuto totalmente esa definición por varias razones: la primera es que no tengo la metodología de un antropólogo y las necesidades de mi proyecto no responden a las de la antropología. Generalmente, el antropólogo, así sea muy consciente de la influencia que ejerce sobre el territorio que observa, trata de intervenir lo menos posible para ser más “objetivo”. El artista no tiene esos imperativos.
Cuando llego a un territorio estoy untándome de lo que veo, interviniendo en el contexto, trabajando con la gente. Mi practica se acerca más a una rama de la antropología representada por el pensamiento de Gilberto Freyre. El proyecto Cayuco con los inmigrantes clandestinos subsaharianos es un buen ejemplo de colaboración. El proyecto se fue construyendo con ellos, durante una larga peregrinación hacia Europa.
Trato de pensar siempre: ¿cómo asegurar la pertinencia en el arte? Esa pertinencia la consigo trabajando con los grupos sociales y con las organizaciones sociales (asociaciones campesinas, sindicatos, cooperativas, coordinaciones). En algunas ocasiones utilizo las metodologías de la antropología para desarrollar una interacción con los grupos sociales: estudio las formas de acercamiento a las comunidades, me inspiro mucho de esas metodologías sin aplicarlas con el rigor científico, usándolas cuando me conviene hacerlo.
Como se trata de trabajar junto con los grupos sociales, tengo una responsabilidad ética de ser pertinente respecto a los temas de los que hablo. Tengo que tener ese nivel de pertinencia frente al contexto y frente a las personas con las que trabajo. Porque son esas personas quienes finalmente pueden aceptar o rechazar mis proyectos. En cada proyecto, siempre busco trabajar con expertos geógrafos, científicos y antropólogos que han dedicado toda su vida a trabajar en esos temas, a estar cerca de esas comunidades. Su conocimiento me da precisión.
A lo largo de mi trayectoria, también he trabajado con periodistas, pero entenderse con ellos es más complicado. Haciendo una labor de investigación a partir de entrevistas periodísticas, me di cuenta de que la realidad del terreno era bastante diferente a lo que los periodistas describían o mencionaban en sus textos. Creía haber entendido las dinámicas locales al leer esas entrevistas y me daba cuenta que no tenían mucho que ver con la realidad que veía. Entendí que el imperativo del periodista es muy distinto al mío. El periodista piensa en el potencial de impacto de la información que transmite. Su trabajo debe desarrollar un interés inmediato del lector hacia la actualidad.
Muchas veces el discurso de las mismas comunidades cambia en función del interlocutor que tienen (periodista, ONG, gobierno, etc.), varía según el contexto y las necesidades del momento. Al no tener el rigor científico de los antropólogos, los reporteros que deben reunir información en un periodo de tiempo corto pueden no lograr identificar esos diferentes discursos sobre las realidades que estas comunidades viven.
P.D.F.: En 2013 hiciste un proyecto que se titula Arquitecturas de la memoria, Landázuri. Fue presentado en Art Basel por la Galería ADN. ¿Por qué te interesaste por la memoria? ¿Qué es lo que el encuentro con esas ruinas y con personas como Don Joaquín te revelaron sobre el pasado?
M.A.F.: Este proyecto empezó con un texto que escribí, una narrativa hecha a partir de realidades históricas. Los personajes de esta narración son reales, las historias son reales. Sin embargo, éste no es un trabajo puramente documental, es una ficción narrativa basada en una realidad histórica. Comencé a escribir esa ficción integrando micro historias, adjuntando documentos reales, testimonios, cartas de denuncia sobre asesinatos selectivos cometidos contra organizaciones sindicales y otros archivos. Quería reconstituir la memoria a partir de fragmentos.
A ese proyecto lo llamé Arquitecturas de la memoria porque me interesaba ver cómo se construye una narrativa del conflicto desde la memoria individual, desde la vivencia personal, desde la experiencia del ser humano y cómo esa memoria contribuye a la construcción de una memoria colectiva, histórica. Me interesaba mostrar la dificultad que tienen los líderes de las organizaciones sociales para sobrevivir a una agresión paramilitar y protegerse de ese tipo de ataques. Quería dar a conocer esta otra realidad del conflicto. Actualmente, de cada diez sindicalistas muertos de forma violenta en el mundo, siete son colombianos. Esa cifra es alarmante. Me parecía importante escribir sobre ello.
Mientras estaba en Landázuri, Santander, tomé una foto de un desplazado que le aportó un elemento visual al proyecto. Esa imagen se convirtió en eje conductor de todos esos textos. Decidí reproducir esa foto en la cantidad de hojas del texto para convertirlo en una obra y exponerla. Cada imagen repetida aparecía únicamente con un pequeño extracto de uno de los textos para generar una nueva comprensión de la obra, crear nuevas conexiones, activar de forma creativa la memoria del conflicto.
Para darte un ejemplo de la naturaleza de esos escritos puedo citar este texto, que hace parte de la obra:
«No habló durante años, y de pronto, ya anciano, comenzó a levantarse en plena noche para recorrer el patio hablando solo, contándose todo a sí mismo. Como si al darse cuenta bruscamente de su vejez, prefiriera luchar por recordar todo lo que durante toda su vida quiso olvidar (hasta el punto de volverse mudo durante diecisiete años), al sentimiento vertiginosamente abismal de perderlo todo».
Arquitecturas de la memoria, Landázuri
P.D.F.: Me gustaría hablar del tema del exilio en tu obra. En esa serie hablas de los destinos forzados de quienes han tenido que abandonar sus tierras por cause de la guerra o de la miseria. Para hacer el video Cayuco, estuviste con un grupo de inmigrantes arrastrando con las manos la reproducción de yeso de un barco de pesca empleado habitualmente por la inmigración ilegal desde Oujda en la frontera de Marruecos con Argelia hasta Melilla, un enclave Español. Cuando me hablabas del exilio decías que las personas que huyen de los muertos no consiguen mimetizarse totalmente con su nuevo entorno. ¿Qué pasa cuando abandonan su casa y no regresan nunca más? ¿Crees que la identidad y la memoria son cosas que el exilio no consigue borrar o es algo que se pierde sin remedio?
Muchas veces se comete el error de deducir generalidades de un comportamiento colectivo. En realidad, son varias individualidades que viven las cosas de formas distintas. Hay realidades complejas que hay que tener en cuenta. El proyecto Cayuco me llevó a trabajar con periodistas en marruecos. Estuve acompañando al instituto PANOS en sus dinámicas de formación a periodistas sobre fenómenos de inmigración clandestina. Los acompañé en los procesos que estaban desarrollando por cuestiones políticas y aproveché para hacer un proyecto artístico.
Antes de unirme al grupo de periodistas de ese instituto, había trabajado sobre la migración clandestina, basándome en testimonios de inmigrantes que contaban cuáles eran las rutas que habían tomado para intentar llegar a Europa. Una de las más difíciles que mencionaban ellos en sus testimonios era pasar por Argelia para llegar hasta Marruecos y alcanzar los enclaves españoles de Melilla y Ceuta. Es una ruta terrestre que pasa por territorios muy hostiles hasta llegar al mediterráneo. En esos relatos escuché inmigrantes decir que llevaban entre 5 y 7 años en tratar de llegar a Europa. Entendí por esos testimonios, que muchos de esos inmigrantes se convierten en caminantes del exilio. A veces no pueden ni siquiera devolverse por falta de recursos. Un inmigrante que conocí, llevaba 12 años tratando de llegar. Después de tantos años en el exilio, el objetivo y el fin van desapareciendo y los migrantes terminan identificándose con ese recorrido, su vida se convierte en ese trayecto.
Lo que este proyecto artístico propone es hacer una cartografía de esa ruta a escala real de territorio. Hicimos un molde en yeso de un cayuco, un barco de pesca que los migrantes usan para llegar a Europa y lo arrastramos a través del desierto, dibujando esa ruta. Al arrastrar día tras día ese barco en yeso, no sólo se dibujaba la trayectoria del exilio, también el barco se iba consumiendo debido a su fricción con el suelo. Cuando llegamos al mediterráneo el barco ya había desaparecido.
Al principio sólo quería dibujar el recorrido de los migrantes sobre el territorio mismo. No había pensado que, al descomponerse, esa obra también podía evocar la desaparición de la identidad del migrante.
Hablando con los inmigrantes durante el trayecto, ellos me hicieron caer en cuenta de algo fundamental. Para atravesar el mediterráneo, los migrantes intentaban por todos los medios camuflarse, hacerse indetectables. Muchos de ellos pintaban de negro el barco para atravesar de noche sin ser detectados. Este barco de yeso, en vez de ser negro, era blanco y dibujaba el trayecto de la migración en vez de ocultarlo. Ese es el tipo de dinámicas que la gente va generando al apropiarse de los proyectos.
Proyectos como este, tienen a la vez una vida independiente y una vida colectiva. Por un lado, la obra existe en diferentes contextos y bajo diferentes formas. Hay una escultura, el barco, que sirve para medir un territorio de exilio. Pero, por otro lado, esa escultura se activa en el territorio y se convierte en una acción, crea un recorrido, una cartografía. Y finalmente, de esa acción queda un registro, el video, que se muestra en la galería. El barco, la acción y el video hacen parte integral del proyecto, pero cada uno es una obra como tal. Cada uno tiene una dimensión particular.
El pedazo de escultura que quedó de esa trayectoria, lo dejamos en la montaña de Gurugú, el territorio donde se esconden los inmigrantes en campamentos clandestinos antes de atravesar. El video, que en un principio cumplía con esa labor de restitución de una acción, también ha sido pensado como objeto artístico. La manera en que muestro ese video, responde a imperativos artísticos. Lo que quiero decir con esto es que las dimensiones del arte son diversas. Eso es lo que es interesante.
Web
Biografía
Marcos Ávila Forero nació en París en 1983. Estudió artes en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París. Vive en París y Bogotá. A través del video, los archivos, la fotografía y los relatos de vida, su obra explora las contradicciones de la realidad política y social de los pueblos. Cada obra restituye esas realidades violentas a través de una serie de relatos, de recorridos o de encuentros. Después de haber trabajado en un acto de performance con un calígrafo chino especializado en la cursiva caótica, estilo utilizado por Mao en sus poemas, para reescribir con agua sobre el suelo los artículos de la reforma agraria del 28 de junio de 1950, Marcos empezó a interesarse en los procesos agrarios que vivió colombiana desde la época de la violencia.
Estenopéicas Rurales es un trabajo fotográfico y de instalación que consiste en hacer de un grupo de casas de familia campesinas en la región cundiboyacense cámaras obscuras dentro de las cuales se va grabando una sola imagen fotosensible. La serie viene acompañada de fotografías expuestas en trípticos que relatan las historias de familia de esos campesinos que luchas por preservar sus tierras. Su trabajo es un símbolo de la resistencia, el exilio y el trabajo clandestino de los campesinos que fueron afectados por la guerra.
Desde entonces Marcos ha seguido desarrollando una obra artística amplia sobre el tema agrario y la guerra en Colombia. Entre sus proyectos fotográficos y de instalación de imagen se encuentran Tal Cual un Tiro Fijo y Montañitas ZVTN.
Participó en la Bienal de Venecia N°57 en una exposición que se hizo bajo el cuidado y la curaduría de Christine Macel. Espacios de exposición como El Parqueadero apoyados por Banco de la República de Colombia, La Friche la Belle de Mai en Marsella, el Palais De Tokyo en París y galerías como ADN en Bale, Suiza, han mostrado su trabajo.
Su obra hace parte de grandes colecciones públicas y privadas en Francia. El CNAP (Centre National des Arts Plastiques) y numerosos Fondos Nacionales y Regionales de Arte han adquirido parte de su obra. Actualmente lo representa la galería ADN en Barcelona.